sábado, 22 de diciembre de 2007

Leonard Cohen - Famous blue raincoat -1979

FAMOUS BLUE RAINCOAT (Famoso Impermeable Azul)

"Famous Blue Raincoat" es una carta personal de Cohen escrita a las cuatro de la madrugada en una fría habitación de Nueva York, en un tono de resignación, dirigida a un amigo "gitano" que le ha robado a su mujer, y firmada en la última línea de la canción. Las cosas estaban claras. Sabía cómo vestirme en aquella época."

viernes, 21 de diciembre de 2007

Gente que habla sola


Hermann Bellinghausen

Entré a la vinata de Rafud el palestino de la esquina como si llevara prisa, a comprar cigarros. En la entrada hay un teléfono de monedas, brillante, chapado en aluminio, imposible de ignorar. De espaldas, enfundada en una chamarra que parecía inflada de aire, de esas bien sintéticas, una mujer hablaba airadamente al auricular en un idioma que me sonó conocido, pero no presté atención. Un minuto después salí y caminé a cruzar la calle. A mi lado la mujer, una muchacha, hablaba en voz alta, en portugués. Como había luz roja en el semáforo, volteé a mirarla. Era negra, quiero decir, mulata, con el cutis un poco maltratado, larga cabellera y rostro de diosa yoruba. No muy alta. Sinténdose descubierta en su soliloquio, de inmediato y sin pudor se dirigió a mí: -Sí, ya sé. La gente que habla sola parece loca. Pero en realidad, nadie nos conoce más que nosotros mismos, nadie nos entiende mejor. ¿Cierto? Asentí con la luz verde y cruzamos la avenida al mismo paso. Yo no me reí pero dijo: -Aunque te rías, es la verdad. Echaba vaho por la boca. Principios de invierno. Sonaba divertida. Divertida de su malhumor. Obviamente venía de un desencuentro telefónico de esos que son tan comunes hoy en día. Se le concede demasiada credibilidad al teléfono, ¿no? Demasiada. La cosa es que a la muchacha lo mismo le daba hablar conmigo o con quien fuera. Recuerdo el cielo. Muy azul, surcado de hileras de nubes como las rayas intermitentes pintadas en las carreteras, o estelas en el agua. Así por todo el horizonte hasta el fondo. En sentido opuesto, apresurados y soberbios, hablando en voz alta no entre sí sino para sendos celulares, se aproximaron dos jóvenes hombres de negocio chinos, de abrigo británico con el cuello alzado y pelo revuelto por el viento. Casi nos arrollan. Eran altos. Ni nos vieron. La muchacha se río. -¿De dónde eres? -creo que le pregunté. Como sea, dijo: -Soy brasileña. ¿Y tú? Le dije y por supuesto no me creyó, pero estoy acostumbrado, así que no insistí. Su cabellera larga, ensortijada, negra, era presa de la diadema de unos audífonos grandes, profesionales. Quiero decir, no esas píldoras duras que uno se mete ahora en las orejas, sino dos cojines aparatosos. Depuestos, casi le rodeaban el cuello, sin ocultar lo largo que era. -Hace cuatro cinco seis más años salí de mi casa -cantó, olvidada de mi presencia. -¿Decías?-dije tontamente. -Nada -se interrumpió, y volvió a sonreir, cambiando el canal de sus sueños. Me dio la impresión de cambiar de canal con envidiable facilidad. Hacía un momento vociferaba indignada. Pensé, prevenido, "sólo falta que le dé por llorar". -Odio este barrio -dij-. Siempre me pierdo. Y la gente que busco salió o no quiere estar. Al llegar a la otra esquina, nuestras sendas se bifurcaron. Ella siguó de frente y yo doblé al este, al pan. Un pan mexicano, buenísímo, que cuecen por ahí. Conchas, empanadas de crema y de mermelada, ochos, espejos, chilindrinas. Pasaron, no sé, dos o tres horas. Ya había olvidado a la diosa (bueno, semidiosa) yoruba, de acné en las mejillas y pupilas a punto de carbón, que irradia armonía, si no con el mundo al menos consigo misma. Al abordar el metro hacia las subciudades del sur de San Francisco, la vi subir al convoy que iba al norte de la bahía. En una bolsa de plástico transparente llevaba un vibrador eléctrico. Negro como una espada, de pilas. Recién comprado, supongo, en los almacenes de Good Vibrations, a pocas cuadras, en el barrio que odia. Llevaba puestos los audífonos igual que pompones invernales. Busqué su mirada, por si nos sonreíamos algún adiós, pero ni se enteró de mí. No se lo tomé a mal. Podíamos, yo y el mundo, estar fuera de ella pero ella, bendita sea, no estaba fuera de sí.

jueves, 20 de diciembre de 2007

La comisura


Juan Cruz

De la mujer y del hombre miro siempre las manos, claro, pero también miro las comisuras, me fijo en ellas como si fueran la guía para saber por qué memorias transito, de qué humor proceden mis amigos, de qué piel nutren su cuerpo los que me vienen a ver. La comisura habla más que el llanto y también habla más que las palabras; en su lugar se aloja la memoria del día, pero también está, con toda la pesadez de su recuerdo sin hilos, la vértebra del sueño; lo que pasó antes de dormir, lo que luego vino en la duermevela, el remordimiento, la bondad y el rencor, todo se sitúa en la comisura de los labios; el ser humano tiene en ese extremo del cuerpo de la boca el DNI con el que vive. Le pregunté al maestro japonés por las consecuencias del dolor y convino conmigo en que el dolor no sólo deja extrañeza y melancolía en el rostro, sino que aloja su tristeza en la comisura de los labios. La gente insiste en pensar que todo está en la mirada: los ojos siempre ocultan, porque son sabios y son pícaros, saben dejar en silencio la mayor parte de lo que pasa en la memoria del cerebro. La comisura es la única parte pública del cuerpo que no engaña. Las manos tienen una sinceridad involuntaria, pactan con el otro un tacto, se estrechan, sudan, se quedan a medias en el abrazo, y a veces penden en el aire, precisamente cuando se produce entre los que protagonizan el encuentro lo que todos llaman encontronazo, que es precisamente lo contrario del encuentro. En la comisura está la sinceridad verdadera, es la caja negra del cuerpo a cualquiera hora del día o de la noche; y ahí se verifican la melancolía, la rabia, la hipocresía, el rencor o el rechazo y también se ve o se percibe la felicidad chiquita de los que recuerdan que, cuando niños, notaban en ese frescor espontáneo de la saliva débil la esencia de lo que empezaba a ser un bello sueño. La comisura es la explicación de la vida. Es la parte que nadie puede ocultar, porque es el rasgo de la cara donde se depositan los restos del alma, la aduana secreta de las palabras.

I Wonder How Many People in This City


I wonder how many people in this city

live in furnished rooms.

Late at night when i look out at the buildings

I swear I see a face in every window

looking back at me

and when I turn away

I wonder how many go back to their desks

and write this down.


L. Cohen

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Fragmento de "HOTEL LIMA"


De: Miguel Ildefonso


En mi alucinación había entrado al Hotel, pero en vez de subir, bajaba por una especie de laberinto, guiado por la música que provenía de sus entrañas. Ya adentro de la oscuridad total, en un salón grande, comencé a bailar con la música estridente que había allí. Estaba en una discoteca, me di cuenta que no tenía nada en los bolsillos de mi saco. Poco a poco fueron apareciendo unos espectros que también bailaban solos. De aquellas fosforescentes tinieblas apareció entonces una chica vestida toda de negro y se puso a bailar conmigo. Pero la música invitaba a otra cosa, a estar solo, a masturbarse, a arrojarse por una ventana. Ella me estaba hablando, hablándole a mi boca, de pronto le colocó algo a mi lengua. Yo entré por sus ojos y por su tráquea me deslicé como si algo me empujara a traspasar su palidez. Luego otra vez reconocí que estaba en el Hotel Lima, empecé a buscar la salida, al final del pasadizo se hallaba Humareda bailando con Marilyn. Me iba acercando a ellos en una especie de travelling, cuando inusitadamente Marilyn volteó y allí, conmigo, cara a cara, encontré el rostro de Laura. En realidad lo que había ocurrido era lo siguiente: Laura me pidió que la saque de la discoteca. Afuera estaba garuando, caminamos lo más rápido hasta llegar a la entrada de un edificio. Aquí vivo, me dijo; después me empezó a besar desesperadamente. El portero encendió la luz. Corrimos. Esta vez nos detuvimos en un jardín; bajo un árbol nos tendimos, la garúa había cesado. Empecé a acariciarle sus cabellos mojados; desabotoné su blusa negra, desabroché su sostén. Edificios tras casonas antiguas y postes moribundos eran testigos mudos de nuestro primer encuentro. Un perro como salido del infierno empezó a ladrar, pero al poco rato se calló.

lunes, 17 de diciembre de 2007