sábado, 5 de enero de 2008

El que jadea

Juan José Millás

Descolgué el teléfono y escuché un jadeo venéreo al otro lado de la línea.
–¿Quién es? –pregunté.
–Yo soy el que jadea –respondió una voz neutra, quizá algo cansada.
Colgué, perplejo, y apareció mi mujer en la puerta del salón.
–¿Quién era?
–El que jadea –dije.
–Habérmelo pasado.
–¿Para qué?
–No sé, me da pena. Para que se aliviara un poco.
Continué leyendo el periódico y al poco volvió a sonar el aparato. Dejé que mi mujer se adelantara y sin despegar los ojos de las noticias de internacional, como si estuviera interesado en la alta política, la oí hablar con el psicópata.
–No te importe –decía–, resopla todo lo que quieras, hijo. A mi no me das miedo. Si la gente fuera como tú, el mundo iría mejor. Al fin y al cabo, no matas, no atracas, no desfalcas. Y encima le das a ganar unas pesetas a la Telefónica. Otra cosa es que jadearas a costa del receptor. La semana pasada telefoneó un jadeador desde Nueva York a cobro revertido. Le dije que a cobro revertido le jadeara a su madre, hasta ahí podíamos llegar. Por cierto, que Madrid ya no tiene nada que envidiar a las grandes capitales del mundo en cuestión de jadeadores. Tú mismo eres tan profesional como uno americano. Enhorabuena, hijo.
A continuación escuchó un poco sofocada dos o tres tandas de jadeos, y colgó con naturalidad. Yo intenté reprimirme, creo que cada uno puede hacer lo que le dé la gana, pero no pude. Me salió la bestia autoritaria que llevo dentro.
–No me parece muy edificante la conversación que has tenido con ese degenerado, la verdad.
Ella se asomó a la página de mi periódico y al ver las fotos de las amantes de Clinton por orden alfabético respondió que un lector de pornografía barata no era quién para meterse con un pobre jadeador que vivía con su madre paralítica, y cuyo único desahogo sexual era el jadeo telefónico.
Me mordí la lengua para no discutir, porque era sábado y quería empezar bien el fin de semana. Pero el domingo, mientras mi mujer estaba en misa, telefoneó de nuevo el jadeador y le mandé a la mierda.
–Se lo voy a contar a tu mujer –respondió en tono de amenaza–. Le voy a decir cómo tratas tú a la gente educada y te vas a enterar de lo que vale un peine.
–Tampoco es para ponerse así –dije dando marcha atrás, no tenía ganas de líos domésticos–. Es que me has cogido en un mal momento. Discúlpame.
–Está bien, está bien. ¿Y tu mujer?
–Se ha ido a misa.
–Dile que luego la llamo.
Me quedé un rato pensativo. Desde pequeño, siempre había deseado jadear por teléfono, pero mis padres decían que era una cosa de enfermos mentales. Me he perdido lo mejor de la vida por escrúpulos morales, o por prejuicios culturales, no sé. Pero al ver aquella relación tan sana entre mi mujer y el jadeador pensé que no podía ser malo. Así que marqué un número al azar y me puse a jadear como un loco, intentando recuperar los años perdidos.
–¿Quién es? –preguntó con cierta alarma una mujer cuya voz me resultó familiar.
Soy el jadeador –dije con naturalidad.
–Espere, que le paso a mi marido.
El marido resultó ser mi padre, nos reconocimos enseguida: inconscientemente, había marcado su número. Me dijo que ya sabían los dos que acabaría así y colgó. Luego llamaron a mi mujer y le contaron todo. Ella dice que quiere abandonarme, por psicópata, y me ha pedido que le firme unos papeles.
–Jadear a tu propia madre. ¿Dónde se ha visto eso?
Nunca acierto, sobre todo cuando imito a los demás para ponerme al día. Total, que ahora ya no puedo dejar de jadear, pero de angustia, aunque mis padres creen que lo hago por vicio.

Tomado de "Barcelona Review"

viernes, 4 de enero de 2008

Nací para poeta o para muerto


Nací para poeta o para muerto,
escogí lo difícil
-supervivo de todos los naufragios-
y sigo con mis versos
vivita y coleando.

Nací para puta o payaso
escogí lo difícil
-hacer reír a los clientes deshauciados-,
y sigo con mis trucos,
sacando una paloma del refajo.

Nací para nada o soldado,
y escogí lo difícil
-no ser apenas nada en el tablado-
y sigo entre fusiles y pistolas
sin mancharme las manos.

Gloria Fuertes

jueves, 3 de enero de 2008

Sweet Sir Galahad

Sweet Sir Galahad - Joan Baez

miércoles, 2 de enero de 2008

Kafka y la muñeca viajera


Jordi Sierra i Fabra

Franz Kafka se detuvo delante de la niña.
—Hola.
La niña dejó de gritar, pero no de llorar. Levantó la cabeza y se encontró con él. En su desesperada crispación ni siquiera le había visto acercarse. Los ojos eran dos lagos desbordados, y los ríos que fluían de ellos formaban torrentes libres que resbalaban por las mejillas hasta el vacío abierto bajo la barbilla.
Hizo dos, tres sonoros pucheros antes de responder:
—Hola.
—¿Qué te sucede?
No lo miró con miedo. Pura inocencia. Cuando la vida florece todo son ventanas y puertas abiertas. En sus ojos más bien había dolor, pena, tristeza, una soterrada emoción que la llevaba a tener la sensibilidad a flor de piel.
—¿Te has perdido? —preguntó Franz Kafka ante su silencio.
—Yo no.
Le sonó extraño. “Yo no". En lugar decir "No" decía "Yo no".
—¿Dónde vives?
La niña señaló de forma imprecisa hacia su izquierda, en dirección a las casas recortadas por entre las copas de los árboles. Eso alivió al atribulado rescatador de niñas llorosas, porque dejaba claro que no estaba perdida.
—¿Te ha hecho daño alguien? —sabía que no había nadie cerca, pero era una pregunta obligada, y más en aquellos segundos decisivos en los que se estaba ganando su confianza.
Ella negó con la cabeza.
"Yo no".
Estaba claro que quien se había perdido era su hermano pequeño.
¿Cómo permitía una madre responsable, por vigilante o atenta que estuviese, dejar que sus hijos jugaran solos en el parque, aunque fuese uno tan apacible y hermoso como el Steglitz?
¿Y si él fuese un monstruo, un asesino de niñas?
—Así pues, no te has perdido —quiso dejarlo claro.
—Yo no, ya se lo he dicho —suspiró la pequeña.
—¿Quién entonces?
—Mi muñeca.
Las lágrimas, detenidas momentáneamente, reaparecieron en los ojos de su dueña. Recordar a su muñeca volvió a sumirla en la más profunda de las amarguras. Franz Kafka intentó evitar que diera aquel paso atrás.
—¿Tu muñeca? —repitió estúpidamente.
—Sí.
Muñeca o no, hermano o no, eran las lágrimas más sinceras y dolorosas que jamás hubiese visto. Lágrimas de una angustia suprema y una tristeza insondable.
¿Qué podía hacer ahora?
No tenía ni idea.
¿Irse? Estaba atrapado por el invisible círculo de la traumatizada protagonista de la escena. Pero quedarse... ¿Para qué?
No sabía cómo hablarle a una niña.
Y más a una niña que lloraba porque acababa de perder a su muñeca.
—¿Dónde la has visto por última vez?
—En aquel banco.
—¿Tú qué has hecho?
—Jugaba allí —le señaló una zona en la que había niños jugando.
—¿Y has estado allí mucho tiempo?
—No sé.
Aquellas sin duda eran las preguntas que haría un policía ante un delito, pero ni era un delito ni él un policía. El protagonista del incidente ni siquiera era un adulto. Eso le incomodó aún más. La singularidad del hecho lo tenía más y más atrapado. Quería irse pero no podía. Aquella niña y el abismo de sus ojos llorosos lo retenían.
Una excusa, un "lo siento", bastaría. De vuelta a su hogar. O una recomendación: "Vete a casa, niña". Tan sencillo.
¿Por qué el dolor infantil es tan poderoso?
La situación era real. La relación de una niña con su muñeca es de las más fuertes del universo. Una fuerza descomunal povida por una energía tremenda.
Y entonces, de pronto, Franz Kafka se quedó frío.
La solución era tan sencilla...
Al menos para su mente de escritor.
—Espera, espera, ¡qué tonto soy! ¿Cómo se llama tu muñeca?
—Brígida.
—¿Brígida? ¡Por supuesto! —soltó una risa de lo más convincente—. ¡Es ella, sí! No recordaba el nombre, ¡perdona! ¡Qué despistado soy a veces! ¡Con tanto trabajo!
La niña abrió sus ojos.
—Tu muñeca no se ha perdido —dijo Franz Kafka alegremente—. ¡Se ha ido de viaje!

CAPITULO 2 DE "KAFKA Y LA MUÑECA VIAJERA", EDITADO POR SIRUELA EN LA COLECCIÓN "LAS TRES EDADES", EN FEBRERO DE 2006.

martes, 1 de enero de 2008

Serrat y Sabina: cada tema con su loco



Juan Pablo Neyret

La hipótesis de este trabajo es que “A la sombra de un león”, de Joaquín Sabina y Josep María Bardagí (se presume que, aunque el segundo figura en el crédito de la letra, ésta es mayoritariamente de Sabina), es una reescritura y/o continuación de “De cartón piedra”, de Joan Manuel Serrat. El tipo elegido para analizar es el del loco, así como el tipo femenino que éste construye en los suburbios de la psiquis. También propondremos una lectura intertextual entre “A la sombra de un león” y la leyenda “El beso”, de Gustavo Adolfo Bécquer.



A la sombra de un león

Joaquín Sabina y Ana Belen - A la sombra de un león

domingo, 30 de diciembre de 2007

“La habitación cerrada”, de Trilogía de Nueva York


Paul Auster
“La habitación cerrada”, de Trilogía de Nueva York (fragmento)

" Vagabundeé mentalmente durante varias semanas, buscando la manera de empezar. Toda vida es inexplicable, me repetía. Por muchos hechos que cuenten; por muchos datos que se muestren, lo esencial se resiste a ser contado. Decir que fulanito nació aquí y fue allá; que hizo esto y aquello, que se casó con esta mujer y tuvo estos hijos, que vivió, que murió, que dejó tras sí estos libros o esta batalla o ese puente, nada de eso nos dice mucho. Todos queremos que nos cuenten historias, y las escuchamos del mismo modo que las escuchábamos de niños. Nos imaginamos la verdadera historia dentro de las palabras y para hacer esto sustituimos a la persona del relato, fingiendo que podemos entenderle porque nos entendemos a nosotros mismos. Esto es una superchería. Existimos para nosotros mismos, quizá, y a veces incluso vislumbramos quiénes somos, pero al final nunca podemos estar seguros, y mientras nuestras vidas continúan; nos volvemos cada vez más opacos; más y más conscientes de nuestra propia incoherencia. Nadie puede cruzar la frontera que lo separa del otro por la sencilla razón de que nadie puede tener acceso a sí mismo. "